¿Y si es peor el remedio que la enfermedad?
Un día nos levantamos y estábamos metidos dentro de una película de ciencia ficción. Nuestro mundo cotidiano, tal como lo conocíamos, había desaparecido. Nos daba miedo ir a trabajar, no sabíamos si nuestros hijos seguirían yendo al colegio, nos atemorizaba la cercanía de un vecino que acababa de llegar de viaje. Un beso se convertía en amenaza y un estornudo en el subte nos transformaba en sospechosos. Nuestros planes se desmoronaban. Conciertos, obras de teatro, partidos de fútbol, viajes y hasta fiestas de cumpleaños. todo pertenecía a una vida anterior. De golpe, el único lugar seguro parecía el encierro en nuestras casas.
Condensado así, en un párrafo, suena increíble o exagerado. Sin embargo, es lo que nos está pasando con la emergencia sanitaria por la pandemia de coronavirus. Nuestra vida en sociedad se ha trastocado de manera súbita. Nos hemos metido en una burbuja de temor, incertidumbre y paranoia en la que cuesta medir la proporción de las cosas.
Hay algo que parece irreal. Un virus remoto, desconocido, del que hace apenas noventa días nadie tenía noticias, ha puesto al mundo “patas para arriba” y ha provocado medidas que ni siquiera se habían adoptado en tiempos de guerra mundial. En pleno siglo XXI nos hemos replegado hacia el aislamiento. En la cima de la globalización, la interdependencia y la hipercomunicación, nos quedamos encerrados con nuestras redes sociales y nuestras computadoras, varados en islas individuales que creemos que nos ponen a salvo. Orwell se hubiera deleitado.
Por supuesto, resultaría temerario minimizar los riesgos, ignorar las señales de alerta y romper cualquier protocolo de prevención. Pero quizá debamos preguntarnos también por las consecuencias de esta súbita ruptura de las reglas que regían nuestra vida cotidiana. Los “efectos colaterales”, ¿no terminarán provocando secuelas mucho peores que las del propio coronavirus? ¿No terminaremos cayendo en una especie de colapso general por salvarnos de un virus que nadie sabe, al fin y al cabo, si es más peligroso y letal que la gripe? La pregunta es básica: ¿No será peor el remedio que la enfermedad? Quizá sea una duda que nos haga ruido o nos resulte incómoda, porque al fin y al cabo, cuando está en juego la salud no hay nada que sea más importante. Esa prioridad, obvia e inapelable, hace que cualquier reparo sea fulminado por improcedente. Pero la cosa ha llegado tan lejos, y en tan pocas horas, que quizá debamos atrevernos a preguntar cuánto hay de razonable y cuánto de paranoia y exageración.
Uno tiende a creer, naturalmente, que los gobiernos del mundo manejan información rigurosa, tienen el mejor asesoramiento científico y no se dejan llevar por sugestiones ni temores infundados. Aunque negar la improvisación y la chapucería también sería desconocer los bueyes con los que aramos. Hoy todo es provisorio. No sabemos con exactitud la peligrosidad del virus, no sabemos por qué ha golpeado más fuerte en Italia ni por qué empezó a circular en China. Un día nos dicen que no ataca a los chicos y al día siguiente que sí. Nos ponemos barbijo por las dudas y cerramos las fronteras hasta nuevo aviso.
En el medio, se desploma la industria del turismo; se funde el negocio del entretenimiento; se pone en jaque el sistema de transporte público; se liquidan rubros enteros del comercio y queda en suspenso la interconexión con el mundo. Se cancelan congresos, ferias internacionales, encuentros científicos, eventos deportivos y culturales de pequeña, mediana y gran escala. La rueda del mundo se frena de golpe. Algún día habrá que hacer el recuento de daños y quizá encontremos la respuesta: ¿Habrá sido peor el remedio que la enfermedad?
Las prioridades, mientras tanto, han sido invertidas. Si hace una semana el gobierno argentino estaba concentrado en la renegociación de la deuda, hoy el Presidente está enfrascado en un monitoreo permanente de curvas epidemiológicas y cuadros de circulación viral. La conversación pública ha quedado completamente absorbida por el virus. Todos somos expertos. Los infectólogos se han convertido en figuras mediáticas. Cualquier urgencia ha quedado relegada y desatendida frente a un “cisne negro” que ha cambiado, de un plumazo, los ejes por los que transitaba la realidad. Habrá que ver, también, los efectos a largo plazo de una modificación tan drástica en la escala de prioridades. El coronavirus ha pasado a ser el tema excluyente y dominante. Las escuelas no hablan de educación; las empresas no hablan de negocios; las fábricas no hablan de trabajo; los clubes no hablan de deportes. Todo está teñido por la preocupación y la incertidumbre, por el miedo y la paranoia. Todo es una carrera alocada por el alcohol en gel y los cursos acelerados sobre cómo toser o cómo lavarse las manos. Por unos días, podemos poner el país en suspenso. ¿Pero por cuánto tiempo? Por el tiempo que haga falta, es la respuesta oficial. Ya veremos qué mundo nos encontramos cuando podamos salir de esta burbuja preventiva.
Lo obvio: debemos ser prudentes y responsables; cuidarnos y cuidar a los demás. No tenemos otra opción que acatar lo que nos dicen. No es un asunto que ofrezca margen para la rebeldía ni admita el libre albedrío. La responsabilidad también implica no volverse locos y no sobreactuar, ni individual ni colectivamente. Implica recurrir a información confiable y no al revoleo de datos y suposiciones que circula por las redes o la web; seguir las indicaciones médicas sin caer en la paranoia; cumplir con las restricciones sin exagerar.
Esperemos que otro virus, el de la psicosis, no nos ataque como sociedad y no ataque a quienes deben tomar decisiones que, de un día para el otro, nos cambian la vida.
Por: Luciano Román – Fuente: La Nación